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La roja gorrita colgada a las espaldas daba libertad a sus rubios bucles, cuyas ensortijadas hebras flotaban desordenadas al viento.

Juguetona, corcobeante, esta cabrita nueva despojóse de sus zapatos y en un cerrar de ojos estuvo dentro del agua hasta las rodillas.

El río, quieto, quieto, murmuraba apenas un rezo al follaje; parecía dormido en su urna de cristal.

¡Qué rica, qué fresca burbujeaba el agua!

En ansia indecible de agradecer el dulce bienestar que le regalaba la corriente, inclinóse Caperucita hasta las ondas y les ofreció sus labios.

Fué tan musical el chasquido de aquel beso, como el ruido que al caer en el río haría una piedra preciosa.

¿Acaso no eran los labios de Caperucita, un corazón de paloma tallado en un solo rubí?

Inconsciente la chica en su felicidad, no había notado dos ojos como carbunclos chispeantes,