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do la vida, y tienden una madre que las besa protegiéndolas, como yo a tí.

Guardamos silencio, ella en su corazón de, estopa, yo en el mío de piedra.

Nieva; el cisne, caballero del invierno, deja las heladas plumas de su pecho en mi balcón.

Yo pienso, recuerdo...

—Oye, Teresita —me interrumpe Mahmú— las otras muñecas ¿pueden hablar como yo?

—Si, Mahmú, las que han sido compradas para los niños.

—¿Cómo son los niños?

—Ah! tú no puedes imaginarlo, Mahmú. Ellos son poetas vírgenes, son sabios de frente tersa, sus miradas trascienden una dulzura que da ganas de llorar. Sí, Mahmú, las muñecas hablan por la boca de los nenes, y gimen y rien... Yo no sé por qué me apena decírtelo, pero tú has caído en manos de una juventud anciana. Mis ojos no pueden mirarte como esos ojos lím-