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La chiquilla era buena, como buena es la tempestad. Su espíritu hecho para los grandes encuentros, no tenía límite en sus audacias, en sus amores, y sus ansias.

Ignorando los reyes, sus padres, el temple de esa alma juvenil, temían que aquella espontaneidad, originara malos sentimientos y decidieron poner atajo a su desarrollo, como un torpe jardinero, que poda con filosas tijeras los brotes de una encina, porque quiere que se vuelva arbusto como las otras plantas del jardín.

Crecían los rasgos extraños en la princesita, a despecho de las crueles precauciones paternas; —tú bien sabes, anciano que no hay atajo para el reflujo del mar; por el contrario, parece que se enfurece cuando quieren cabalgar sobre sus lomos inquietos. ¿No te advertí al principio, que la princesita era buena como la tempestad?—.

Crecía esbeltamente, cual los trigos de aquel reino prodigioso, y era aficionada a soñar.