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92 — Felipe Trigo

Aurora está en Santander.

— Oye — me dijo César tras de contarme muchas cosas —. Es horrible mi situación. Yo que tanto la adoro, no puedo acabar de convencerme de su amor, y ya menos que nunca. Yo leo esas cartas llenas de ternura, de confianzas dulcísimas, y pienso, a pesar mío, que aunque así deben ser las que dicta el corazón de una mujer enamorada, así pueden ser también las que dirige el miedo de una pobre niña a quien le guarda el tesoro de su honra.

— Que entregó por amor.

— ¡Y que puede obligarla a mentir en el olvido! ¡Oh, si así fuera, si ella me hubiese olvidado, cuánto me estaría ofendiendo al creer que yo no sería capaz de devolverle estas cartas, estos recuerdos de nuestra escondida felicidad, que no tienen valor para mí de prendas de venganza contra la ingratitud, sino de reliquias santas de la única mujer que he querido y querré con toda mi alma, aun ante la confesión de su olvido... Y si me ama — continuó César exaltado—, yo quiero saberlo. Pero cómo, Dios mío, si me ha dado todas, todas las pruebas de amor que puede dar una mujer... ¡y no son bastantes!

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— Yo dejé a César por no decirle que es cruel, brutal, con la infeliz y enamorada