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Cuentos Ingenuos — 83

ramas colganderas se derramaban y mecían con languidez sobre la corriente apacible. Exceptuando el rumor lejano de la presa, el susurro de las hojas y el atronador ruido de los pájaros en los árboles, nada turbaba allí el silencio, si es que del silencio no son también las armonías de las brisas, de las aves y de las ondas.

Sólo necesitaba ya los últimos toques el dibujo; Luis lo terminó mientras decía con su acento medio apasionado y medio ligero:

— ¡Oh, chiquilla! ¡Si te vieras a ti misma...! Eres inimitable... Qué diantre, la suerte anda muy mal repartida; de andar mejor, tú estarías donde tu hermosura fuese el encanto de todos. Mujeres como tú no debían nacer para morir como las margaritas del campo; no admito, no concibo que Dios haya creado cosa tan linda para esconderla... ¡Ea! Ven a ver esto; ya se acabó.

Juana se levantó y recibió el álbum que mostraba Luis, poniéndose a contemplar el retrato con curiosidad. Se agradaba a sí misma. Nunca había tenido ocasión de mirarse en un espejo mayor que la palma de la mano, y no sabía cuánta era la gentileza de su talle. Dudaba de que la hermosura aquella fuese un reflejo de la suya; el señorito Luis, sin duda, había hecho la imagen tan graciosa únicamente por halagarla.