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82 — Felipe Trigo

belleza a la par atrevida y delicada de la Reina... ¡Sus palabras clavábanse en el corazón de Juana como flechas de oro...! y Juana (¿por qué no decirlo?) empezaba a impresionarse... Veía en el pintor la adoración a su hermosura, y ella, que siendo mujer, nunca había sido admirada, no se daba cuenta, la pobre, de que el amor principia así. El amor, es decir, algo grande, algo que jamás sintió junto a Chuco, en su cariño de hermanos, descuidadote y tranquilo, cuyas raíces se perdían en el trato de la infancia.

Bien visto, el señorito Luis era un cabal mozo; tendría veinticinco años, y Juana en su vida estuvo al pie de un hombre tan guapo, tan simpático, tan amable... ¡Vaya si sabía decir algunas cosas...!

Decididamente ella se encontraba a gusto en la alameda. Hasta el misterio del sitio, que al pronto le había causado un vago temor, comenzaba a placerla. Un vientecillo juguetón rizaba la amplia superficie del agua, prendiendo al sol en cabrilleos de oro y haciendo temblar en la opuesta orilla la imagen de los pintorescos matorrales de espinos y adelfas que la bordaban, por detrás de los cuales el cielo extendía su fondo de puro azul. En mitad del río, como una gaviota nadando, se destacaba la casita blanca del molino, al extremo de una isleta vestida de sauces, cuyas