— No comprendo esa ilusión.
— Pues es raro, porque dicen que tiene usted talento.
— Gracias. También dicen que lo tiene usted.
— Sólo, pues, los dos, ignoramos mutua y directamente esto que dicen. ¿Quiere que intentemos convencernos?
— Bien.
— Hablemos, entonces, por primera vez. Las otras seis no sirven para nada. Hablemos... con franqueza. ¿Usted es capaz?
— ¿Por qué no, querido primo?
— ¡Oh, no... no es usted capaz!... ¡Siéndolo, habría dicho... odiado primo!
— Le encuentro testarudo, a más de fatuo.
— Menos mal. Ya con eso empieza a serme franca. Correspondo, y digo que usted no era sincera al afirmar que no me conocía antes de casarme. Me conoció usted en el tranvía. Hace lo menos dos años.
— No recuerdo. ¿Quiere tener la bondad?...
— Con mucho agrado. Noche mala, de viento, de lluvia, y tranvía de Salamanca, de este barrio. Un poco tarde, y solo yo en el tranvía. Una dama que lo para al poco, y que sube: era usted. Iba usted elegantísima: abrigo de piel café, gran sombrero y plumas de color de pensamiento, terciopelo pensamiento...
— ¡Ah, sí!