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64 — Felipe Trigo

de nuestra provincia, donde el tiempo sobra para depurar la amistad. Aquí, las gentes somos a perpetuidad conocidos de ayer; amigos, nadie; de modo que tenemos el derecho de recelar unos de otros, de engañarnos mutuamente y de juzgar a cada cual por el traje con respecto a su posición, por su ingeniosidad con respecto a su talento, y por su procacidad con respecto a su hidalguía. La mesa del café, de concurrencia volante, nos atrae por su esprit y nos repugna por su cinismo. La dejamos con disgusto, quedando siempre un jirón de amor propio entre las tazas, y volvemos, sin embargo, al otro día, como a una tertulia de prostitutas, a fumar y estar tendidos. Tiene razón el que habla más fuerte, y el argumento supremo es una botella estrellada en la testa del contrario.

Ecce homo. ¿Y algo así es tu lance con ese duelista, medio juglar y medio caballero?

— El motivo, a lo menos. Aguarda. Tú, cuando vine, hace un año, me presentaste en esos círculos, cuya animación me cautivó, pues no falta en ellos el ingenio. Fué un alegrón. Allá, en el destierro de nuestra ciudad, imposibilitado de juntar seis personas con quienes establecer cambio de ideas sin aduanas de ignorancia, pensaba en Madrid, en el Madrid íntimo, intelectual y exquisito; soñaba un cenáculo de hombres de corazón, donde