que contesto con un bastonazo, tomándole por loco. Me entrega su tarjeta y se la tiro a las narices. Se aleja, pero recibo inmediatamente la visita de dos amigos suyos, y quieras que no, tengo que batirme. Al otro día, un sablazo en este brazo. ¿Noticias de mi rival...? Propietario, hombre extravagante, distinguido y frío. No pude averiguar más.
La herida, de bastante importancia, iba a retenerme en el pueblo más de lo que hubiera deseado. Esto, y el no poder explicarme tan original desafío, me irritaba.
A los pocos días, me sorprendió mi adversario, visitándome.
— Vengo a pedirle mil perdones — me dijo. ¿Usted sabe quién soy?
— No tengo ese gusto... es decir, sí; un loco o un camorrista de profesión.
Ni lo uno ni lo otro. Soy, sencillamente, el dueño de la casa en cuya reja encontraba a usted siempre. Y pues que tras ella estaba mi mujer, que es tan honrada como joven, le tomé a usted por un impertinente a quien me propuse escarmentar. Lo menos que puede hacer un marido, aunque esté seguro — como yo lo estoy — de la virtud de su esposa, al ver que un hombre asedia su casa, recatándose en la obscuridad, es tenerle por inoportuno y profesarle antipatía.