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Cuentos Ingenuos — 47

No faltaba una; y eso que, pocas después la luna, acudiendo a la cita también, cada vez más presurosa, me dejaba sin el amparo de las sombras; circunstancia molesta, porque empecé a llamar la atención de los pocos transeúntes de la plazuela, y, sobre todo, del caballero que entraba y salía de la casa. Y ¿qué? Me era tan grato escuchar aquella voz llena de poder y de frescura, que se ceñía a los acordes del piano ágil y ondulosa como una serpiente de colores... Me resultaba tan vagamente tentador aquel ofrecimiento, tantas veces repetido, desde el misterio, por una mujer desconocida y a la que yo no debía conocer, "del secreto para ser feliz, que ella sabía por experiencia y lo revelaba a los amigos" — sentido todo esto en la soledad de la noche, en el interior de aquella casa romancesca, destacada en silueta sobre el fondo claro del cielo, con sus rejas caladas y rematadas por cruces, con su farolillo santo alumbrando a una imagen que parecía aguardar juramento de amor... ¡Hablaba tanto aquello a los impulsos ideales que fuera de Madrid se permitía este corazón un poco fatigado...!


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Voy por la calle, tropieza conmigo un sujeto, y en vez de excusarse, me da una bofetada,