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40 — Felipe Trigo

por qué me pareció que Octavio, abrazado a mí, hubiera querido permanecer en los rieles...

Recuerda que una de sus máximas era ésta: No se debe morir acosado por la vida, sino despreciándola, en plena felicidad.

Subimos al reservado. De nuevo el tren empezó a correr en la soledad de las montañas, huyendo por la cinta que cortaba sus laderas. Yo iba junto a la ventanilla, abierta para respirar el fresco, y Octavio a mi lado, rodeándome el cuello con el brazo, murmurando a mi oído, que rozaban sus labios, dulcísimas palabras. La pantalla de la lámpara obscurecía el interior del coche. Estaba la noche espléndida. La luna, que parecía más alta sobre la enorme profundidad del valle, vertía su luz tranquila sobre los pinares de la sierra, y arrojaba sobre los desmontes la sombra del tren, que corría despeñado cuesta abajo.

Sentía la cara de Octavio rozando con la mía en los bamboleos de la marcha. Sus manos acariciaban mi cabello y mi garganta. Perdí la conciencia y no sé cuánto nos duró aquel mareo de ventura; pero creo que más de una vez nos alumbraron las linternas de pequeñas estaciones, cruzando a escape, y sólo recuerdo que ya no veía la luna en las sombras del cielo, cuando al fin, reclinada en el hombro de Octavio, que besaba todavía el cabello de mi frente, me fui quedando