— Porque, claro, bueno — delimitaba Teodoro, con la simpática ingenuidad que hacíale siempre defender causas perdidas y con el prestigio que le daba en toda esta cuestión de los ladrones el haberse mantenido en su dehesa más de un mes con seis mozos y tres rifles —, hay muchachas que se dejan «abusar a la fuerza» por el novio, por ejemplo, o, lo que es igual, que quieren sin querer y el diablo después que lo deslinde. Pero no se trata de esto, no. ¡Una mujer atada, desmayada, en pleno horror de muerte y de pillaje!
— Pues lo mismo, Teodorito — replicaba don Pascual, con su grande autoridad de abogado viejo y propietario —; aparte de que la una inspiraría desprecio y la otra compasión, lo mismo, hijo, lo mismo. Una y otra, la deshonra, el deshonor, ¡lo irreparable!
— Hombre, ¿en qué consiste entonces el honor?
— ¡En la pureza!
Teodoro, más acostumbrado a intuir por una especie de infantilismo salvaje de su corazón que no a raciocinar sus intuiciones, se desorientaba. Y no se le ocurrió poner más que esto:
— ¡Luego:... somos unos sinvergütnzas todos los que estamos aquí!
Se rieron todos al ver la torpe turbación de su derrota después de haber puesto bien el problema, como ocurríale casi siempre, y ni aquel Luisito López, a quien él convidaba al automóvil, osó tomar su partido.