En cuanto estuvimos solos en un gabinete, cuyo balcón daba a la playa, sepultó María la cara entre los brazos y lloró mucho. Yo, abrumado en la butaca, cerca de la suya, lanzaba la vista idiotamente a la inmensa curva donde se unían el mar y el cielo; éste encapotado de gruesas y blancas nubes, aquél tranquilo y de un fuerte azul plomizo, sin un vapor, sin una vela en su vasta y comba superficie.
No osaba mirarla. ¿Qué cuentas iba a darme aquella histérica de la muerte de su marido?
Al fin pudo hablar, y dijo, estrechando mi mano entre las suyas, blandas y calientes como las de un niño:
— Cogió tu carta. Tu última carta, que yo guardaba en el pecho. Me la cogió dormida... y se mató. Nunca me había amado tanto como en este viaje. Mi amor y la tormenta horrible de esta noche produjeron en su alma efectos espantosos. ¡Oh, era preciso haberle visto!
— ¿Y dónde está? —me atreví a preguntar.
— ¡Allí! —dijo la joven, señalando al Océano.
Durante algunos segundos vi los dedos de la pobre mujer temblando sobre el pañolito, que llevó a los ojos. Las comisuras de su boca saltaban en nerviosas convulsiones.
Cuando logró serenarse, habló así, con voz cansada, de apacible y triste monotonía:
— Ignoro si influí decisivamente en el destino de Octavio o si fuí nada más la fútil