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250 — Felipe Trigo

¿Qué dirían de su novia los amigos? ¿Qué de él y sus amores? ¿Qué murmuraciones y juicios acerca del honor de Margot, acerca de la delicadeza de él propio, serían las que cortasen los grupos tan pronto como él se aproximara?... ¡Ah, sí, sí; el Casino dábale horror como un infierno en donde estuviesen sacando tiras de las honras!... Sino que ¿qué hacer?... ¡Así era el honor de cada uno! ¡Algo sin lo cual hay que morir y que de cada uno tienen y guardan o destrozan a su arbitrio todos los demás.

Llegó a la casa. Cogía entera la manzana, y complacióse en rondarla por la calle Hernán Cortés, adonde caía el dormitorio de ella!

Todo silencio, tinieblas. Athenógenes púsose a fumar y paseaba. Además, tosía. Si le oyese..., que sí le oiría...; si quisiera salir a la reja un instante, en sus ojos de alma buena, inocentísimos, y con sólo el fulgor del cigarro, podría leerle lo que nada ni nadie más le podría decir..., lo que hubiera pasado en el cortijo.

No había luz ni en las rendijas. Osó tocar en los cristales, tan inútilmente como en las noches anteriores. La aterrada debía dormir con su madre en otra alcoba.

¡Pobre Margot!

Se la imaginaba llorando, asustada, abrazada estrechamente a la mamá, con el terror del recuerdo de aquellos hombres negros y con el terror, aún más hondo y más frío en su misma pureza inmaculada,