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238 — Felipe Trigo

como muerta y con inequívocas señales cuando llegaron los pastores.

La hirviente excitación que a todos causaba la desgracia en conjunto, con sus enormidades de audacia y de crueldad, en las calles, y en la plaza, y en los círculos, hizo que nadie al pronto reparase en la impresión tremenda que hubiera podido producirle al juez, como novio de la joven. Hablaban los más del juez, únicamente para transmitirse que había partido en automóvil hacia el sitio del suceso, con cuatro guardias civiles. Teodorio, en otro automóvil, y con otras dos parejas de guardias, le acompañó. El objeto era poner a la benemérita con toda rapidez cerca de donde pudiesen empezar la busca de los forajidos — que resultaban trece, según las referencias.

¡Horrible! ¡Horrible!... El cadáver de la cocinera llegó a las cinco y doce. Y fué el joven Morcillo, escribiente de notario, que ordinariamente pasaba para todo el mundo inadvertido, quien hoy, como único corresponsal de la Prensa madrileña en la ciudad, anotaba exacto los detalles. Celebró entrevistas con los que fueron llegando de la dehesa, y habíale expedido ya largos despachos al Heraldo. Los grupos le interrogaban. El se desentendía, corriendo con sus cuartillas al telégrafo. El lápiz lo llevaba en la mano también.

Mas no sólo el Heraldo, sino toda la Prensa de Madrid, trajo la extensa y más que ingenua