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226 — Felipe Trigo

— ¡Atai aquí las bestias!

Las bestias fueron atadas a los troncos. Revisó cada cual en su cintura sus pistolas, sus cuchillos; requirió cada uno su escopeta, exceptuando el Rascao, que sólo llevaba armas cortas, y avanzaron.

Olía a tomillo. El rocío del hierzabal mojábales los pies. El jefe vestía coquetamente gorra de liebre, marsellés, faja carmín y polainas.

— Niños, ¡ojo! — previno —. Si se pué no matar, no se mata. ¿Pa qué?

Llegaron a la caseta, y se apostó tras la esquina con el Raigón y el Obispo, mientras llamaba el Rascao.

El guarda despertó:

— ¿Quién va?

Salía su voz a través del ventanillo, y el Rascao corrióse un poco:

— Zoy yo, señó Gabrié... ¡Levánteze! Zoy yo, er escardaor Damián, que ha extao eztoz díaz con oztedez.

— ¿El andaluz?

— Zí, zeñó; er mezmo. Que me afuí pal pueblo ezta mañana, de pazo pa mi tierra, como zabe ozté... y man dao un recae urgente pal zeñó. Yo creo que es un telegrama.

— ¿Pa qué señor?

— Toma, pa don Anicanó Rivadalta...; pa quién va zé?

— Ya abro, hombre, ya abro. Aguate a que me