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IV


Llegó el perro ladrando, terrible, y uno de los jinetes le descargó un latigazo. Gimió el perro; pero mordió más enfurecido los corvejones del potro. «¡Mata ese perro!», mandó el que delante cabalgaba, y a la orden, el de atrás, eligiendo bien el sitio, gracias a la clara luna y a la ceguedad del animal, lo atravesó con el chuzo.

El perro quedóse agonizante en el camino.

El potro, la yegua y las dos mulas armaban poco ruido en el polvo.

— ¿De modo, Rascao, que el guarda...?

— Er guarda, ahí, en la cazita. Laz majadaz eztán ar lado allá der río, a má e media legua, y no verán ná loz paztorez manque ze arme fregao. Loz zeñorez en la finca, allí... y en er bajo el aperaor y tres mozos.

Desde los últimos olivos vieron por la loma la casita del guarda, la alameda, y en lo alto la casa principal con seis balcones, entre la corralada y el jardín.

El jefe se apeó. Los otros le imitaron.