Llegó el perro ladrando, terrible, y uno de los jinetes le descargó un latigazo. Gimió el perro; pero mordió más enfurecido los corvejones del potro. «¡Mata ese perro!», mandó el que delante cabalgaba, y a la orden, el de atrás, eligiendo bien el sitio, gracias a la clara luna y a la ceguedad del animal, lo atravesó con el chuzo.
El perro quedóse agonizante en el camino.
El potro, la yegua y las dos mulas armaban poco ruido en el polvo.
— ¿De modo, Rascao, que el guarda...?
— Er guarda, ahí, en la cazita. Laz majadaz eztán ar lado allá der río, a má e media legua, y no verán ná loz paztorez manque ze arme fregao. Loz zeñorez en la finca, allí... y en er bajo el aperaor y tres mozos.
Desde los últimos olivos vieron por la loma la casita del guarda, la alameda, y en lo alto la casa principal con seis balcones, entre la corralada y el jardín.
El jefe se apeó. Los otros le imitaron.