— Sí, hombre. No sea usted pesado.
Y dió un revuelo y se unió a las otras.
Yo me quedé como tonto, sintiendo unos calambres del corazón, admirado de mi osadía y encantado de mi fortuna. No hablé más en toda la tarde y hubiese dado todas las almendras y los cacahuets que me quedaban porque llegara en seguida la siguiente.
Pero aquella noche fuí con mi familia a ver Don Juan Tenorio, que ponían en el teatro fuera de época, no sé por qué. Y a la salida pillé unas anginas como para mí solo. Ocho días de cama, con fiebre. Los autores no han podido averiguar si en los delirios de mis cuarenta grados puse el nombre de Soledad; pero lo que sí recuerdo bien es que al tercer día de convalecencia se me entregó una carta suya, con todos los signos en el sobre de haber sido abierta, y con todas las señales en la cara de mis parientes de haberse reído de la carta y de mí.
"Caballero —decía la carta—, a la rendida pasión que me pinta usted en la suya, y que yo creo sinceramente, no puedo ofrecer otro premio que el de la amistad. Si usted sabe ganarse mi corazón, sólo Dios puede decir el porvenir que nos reserva; s. s. s., Soledad."
Y añadía por debajo:
"No pase mucho por mi calle, porque mi papá pudiera berlo y hecharle a husted un