Dios, no tienes tú con tu carrera y tu familia un brillante porvenir?... ¿Qué más quieren?
— Aparte — puntualizó Athenógenes — de que tampoco deja uno de tener donde caerse muerto.
— ¡Ea! ¿no ves...? Que ¡vaya, lo digo! yo que tú... Margort, sólo Margot... ¡y te la calzabas! Lo que hay, y valga esto por secreto, es que te teme Marcial, porque la quiere..., porque es él, desde hace mucho, quien abriga la esperanza de esa boda!
— ¡Hombre!
— ¡Oh, si ella le hubiera hecho caso alguna vez! Pero a él, y a otros tres o cuatro, les mantiene en ilusión el estar todos lo mismo. Margot nunca ha aceptado de nadie relaciones.
— ¿Y eso por qué? — se apresuró a indagar el forastero —. ¿No es chocante en una mujer de veinte años? ¿No será que no entre en sus cálculos casarse... o que la reserven para un matrimonio de familia?
— No. Es que es formal. La muchacha más buey más sencilla de la tierra. ¡Un ángel, en una mujer de primerísima! No quiso novios por no tontear como las otras; cuando se resuelva, será cosa de saber lo que se hace y de no perder el tiempo, estoy seguro. ¡Ah, si fuesen todas así!
Esta lamentación, tras los férvidos elogios, hizo que se acordase Athenógenes de Emeria. Cierto de su ventaja sobre Jaime, y deseando completar de ella los informes, deslizó: