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212 — Felipe Trigo

— ¿Veis, después de todo, qué ingenio? — atenuó el casi pariente —. ¿Veis qué mezcla de pudor y de malicia? ¿Qué te parece, Athenógenes?

— ¡Un poco fuerte... un poco fuerte, Marcial! — repuso el juez, bien apurado entre sus intentos de boda con la chica y las dudas de que fuera... una cualquier cosa. En su pensamiento cobró Margot mayores devociones... ¡Margot, la millonaria! ¡La ideal y la difícil! ¡La que no se le presentaba, al menos, tan clara como Emeria, por lo que no osaba decidirse a cortejarla, con el riesgo de un rechazo y de quedarse sin ninguna!

¡Oh, Emeria, más bonita y rica, hija única de viuda, cuya mitad del capital él poseería inmediatamente! Sin embargo, sabiendo que no desconocían estos amigos sus intentos con Emeria y que él antes dejaría que lo matasen que cometer una bajeza, una indignidad... antes que casarse con ella por los cuartos a costa de la más leve concesión al indecoro... érale dable suponer que, en realidad, Marcial no le diese al incidente sino el valor de una gracia... de un «rasgo ingenioso», que más hablara de la dúctil y elegante educación de la chiquilla que no de su fondo perverso. Y para saberlo, en vez de pedirle al amigo hecha su opinión, prefirió inquirirla con el sesgo sutil de otra pregunta:

— Oye, Marcial... y tú, ¿qué crees?... si en lugar de contenerte en el vello del sobaco... le hubieses nombrado, con descaro... el otro... (porque