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202 — Felipe Trigo

Josefina sonriendo, y él... ¡ahora sí!, miraba de un modo siniestro y singular a Josefina, prometiéndola obediente ir a comer a su casa.

Se levantó, por fin, una mañana y subió dos días después a la azotea, recorriendo la iglesia, extático, horas enteras en la torre, con la contemplación de los horizontes lejanos por donde había desaparecido Elia.

Una tarde encontró su nombre, RODRIGO, grabado sobre los ladrillos del caballete en la tapia que caía al hotel.

Elia lo había escrito con una piedra y un clavo.

Su despedida.

Y algo así como el epitafio de una candidez, trazado por la niña rubia que pronto también la perdería... entre clowns y entre caballos.