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Reveladoras — 201

inocencias perdidas de ella y de su hermano, perdidas para siempre.


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Seguía pasando Josefina al lado de él las tardes, fiel cariñosa del ahijado del marido, y, cuando en algunos ratos salían Petra y doña Luz, besaba, besaba al débil convaleciente... que se dejaba besar con espanto de delicias, y que la devolvía los besos, habiendo aprendido, además, a alejarla él mismo de la almohada si llegaba gente.

— Sí, ¿sabes?... Los domingos vete a comer a casa, tonto. Son los días que paso más sola... y me aburro... porque la madre de tu padrino come siempre ese día con su hija Estrella... ¿No irás?

— ¡Sí, sí iré! — decía en un temblor solemne Rodrigo.

En sus insomnios de estas noches, eran dos los fantasmas que poblaban sus visiones: uno, el de Elia, pura y dulce, blanca, muy blanca; otro, terrible, el de Josefina, de lumbre, de llamas, como el de la Armida Barton desnuda para que la viesen las gentes... Pero la idea de que él podría, quizá... ¡quizá!, ver así él solo a la mujer de su padrino, le llenaba de atrayentes horrores infinitos.


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Cuando Rodrigo se levantó, supo que la compañía del circo se había marchado, ya bien Elia del todo de sus heridas en la frente. Se lo decía