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Reveladoras — 193

caída, con tal de que se cogiese bien... Pero como de repente vió que en uno de los vaivenes del cuerpo de Elia, que seguía los violentos impulsos del caballo, ella se arrojaba hasta tocar tierra con la punta de los pies, botando en seguida encima y repitiendo esto en dos vueltas a la pista, empezó a juzgar menos sencillo el ejercicio. Parado Káiser, Elia se volvía siempre a saludar a Rodrigo, hasta que arrancaba a un nuevo ritmo de la música. Rodrigo recordó el potro negro que mató a la madre de su amiguita en Lisboa.

Faltábale recorrer la escala entera de la admiración. Por algo se anunciaba a Elia como «asombrosa artista» en tan grandes letras como a la Barton. Aquella niña de once años ejecutaba todo lo que en esta clase de trabajos se había hecho hasta entonces por jockeys de veinte. Por eso, prescindiendo de nimiedades, viósela de pie sobre la jaca, azuzándola con ¡haps! ¡haps! de fingido espanto, mientras retenía la brida y parecía, encorvada, vacilar siguiendo los impulsos del galope; viósela erguirse después, los brazos hacia arriba, triunfante y flameando la gorra al recoger los aplausos.

Luego se dedicó a una tarea incomprensible para Rodrigo: agachábase, desabrochaba una correa y la lanzaba atrás en la carrera: se inclinaba y volvía a quitar otro arnés; y, en fin, abrazada al ancho cuello del animal, cuyos ojos combos llameaban, le despojó de los cascabeles y de la brida,