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XVII


Ya piafaba en ella la jaquita negra llena de cascábeles y atalajada de correajes blancos. Elia apareció de jockey, como un muchacho, con la ancha blusa y la gorra de raso verde, encaracolada de tirabuzones la melena. Enviaba besos, saludaba a Rodrigo. Inmediatamente, sin haber cesado de hacer piruetas y reverencias, se acercó a Káiser, montó y, al son de la música, se emprendió un galope. Festejaba al público, a Rodrigo también, al pasar con la gorra en la mano, tan linda la muchacha, tan graciosa, que cautivaba a todo el mundo con su sonrisa dulce. En mitad del ruedo estallaba la larga fusta del director.

No tardó Rodrigo en observar que la jaca, sin embargo, se paraba después de cada trabajo, o galopaba más aprisa o más despacio, antes obedeciendo a la orquesta que al látigo. De rodillas vió repentinamente a Elia sobre el ancho lomo de Káiser a la carrera, mientras se sujetaba con las manos a las correas con asa que le servían para variar de posición. Menos mal; así era difícil una