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190 — Felipe Trigo

No llevaba prisa.

— ¿De modo que tú eres amiguito de esa joven, y la sonríes y te sonríe?

— Sí — respondió breve Rodrigo.

— ¿Que vive en la fonda de al lado de tu casa? ¿Y os veis en la azotea?

— Sí.

— ¿Todos los días?

— Todas las tardes. Por las siestas.

El la examinaba perplejo.

Acortó ella el paso más aún, pero marchó en silencio.

Luego dijo sin mirarle, muy despacio y observándose las puntas de los pies al andar:

— Tú, Rodrigo, debías decirle a tu criada, a esa Gloria, que no estabas sentado en mí ni yo te besaba antes..., sino que te me habías acercado para ver esta pulsera mía que tiene una virgen del Pilar...

— Y... ¿para qué? — interrogó con miedo el muchacho.

— Para que sí — continuó ella más lenta y cortada —. Ya te lo diría si tú quisieses ir, como antes, a mi casa, a comer alguna vez. ¡Ya no vas nunca!

Puesto que él no replicaba, ella prosiguió:

— Te lo diría... Es decir, te reñiría, Rodrigo... porque tú eres ya un hombre... ¡un hombre!... no un niño... y me has besado antes de un modo singular...