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186 — Felipe Trigo

movía. Los reflejos de hoguera, los cambios de colores, los torbellinos de olas rojas, azules, verdes, amarillas, qué envolvían aquel cuerpo esplendente de hada, entrevisto apenas en los giros de su manto fúlgido y volador, le dieron la impresión de un sueño hermoso, de fuegos fatuos en una noche infinita y negra. A lo mejor desaparecía la artista en un jirón de resplandores de grana, en una llamarada rota que se extinguía, y luego volvía a reaparecer en otro ángulo de la escena con los fulgores tenuísimos, fosforescentes como la estela de un astro, creciendo en ráfagas de luz cambiante para abrirse de nuevo en seno de incendiado y furioso mar, cuyo oleaje la arrebataba y la hundía. Así fué un largo rato que le arrobó de encantó.

Cuando desapareció del todo y calló la orquesta y la blanca luz del circo inundó a los espectadores, provocándoles a una rabia desesperada de aplaudir, se alegró Rodrigo, porque esto sí hallábalo extraordinariamente bello y le gustaría que lo repitieran toda la noche, aunque fuese... Mas su afán le engañaba: el público no quería ver sino el cuerpo de la bailarina, no en balde anunciada y célebre como hermosa. Volvió la oscuridad afuera y volvió a la escena la artista, arrebujada en su manto centelleante de gloria bajo el chorro de plata luz. Sonrió, abrió el manto y apareció su cuerpo desnudo, de un rosa translúcido y suave, en la gruta que le formaban las sedas pálidas