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Alcanzó en la escalera a todos.

En el landó, abierto por la hermosa noche, se sentó cerca de su hermana y enfrente de su madre. Esta llevaba al lado a Josefina, hablándola de que había despedido a la cocinera a causa de su empeño en echarle ajos a la sopa. «Tan terca, que los echaba machacados últimamente para que no se viesen..., y sabía siempre la sopa en su casa a fósforos...».

Cuando pasaba el coche junto a los escaparates de los comercios, miraba el niño con recelo a Josefina, siempre con su conversación de la cocinera. Pero descubrió al final de una calle las luces del circo, y ya no pensó sino en lo que iba a ver, en su amiguita Elia, que correría sobre el caballo.

Exactamente igual que se había Rodrigo asombrado cuando le explicó don Alberto que las estreellas eran mundos mayores que este mundo nuestro, que le parecía un globo colosal rodeado de un cielo con chispas de luz, así ahora le asombraba, con no menos intensidad, pese a la pequeñez de la