Las tardes, aquellas tardes de poesía embriagadora, de limpio ambiente que dejaba hasta el fin penetrar la mirada por las montañas desiertas, onduladas por el fofo ramaje de la arboleda como un océano de cuajadas olas verdes; que permitía seguir las praderas interminables sin encontrar sobre sus tonos de esmeralda la casita que nos mintiese el querido hogar...
Las tardes de puesta de sol con celajes increíbles, con nubes de todos los colores, con reflejos metálicos de púrpura en fondos mimosos de cielo verde, verde como las praderas y los mares de Oriente...
¿De qué servían si no pudieron jamás inspirar la frase trémula de pasión a la mujer alumbrada por sus luces de nácar?...
Y era tanta la hermosura de tales sitios, que ni dejaban al alma herida que los odiase francamente.
Un día, cuando otro camarada llegó, cuando después de dejar el caballo, fatigado por la cuesta, él se puso a contemplar el grandioso espectáculo desde la altura, yo me acerqué y le dije, a pesar mío:
— ¡Esto es un paraíso!
Sólo que, recordando mi desolación, añadí rápidamente:
— ¡Un paraíso perdido, un paraíso estúpido! ¡Sin una Eva siquiera!.