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168 — Felipe Trigo

marido los meses en Madrid, a pretexto de las Cortes, a pretexto de perpetuos asuntos del distrito. ¿Se había casado para abandonarla tan cruelmente, porque necesitasen los electores o no un agente de negocios?...

Se hallaba nerviosa, llevaba ahora cincuenta días en una soledad desesperada de amor..., con aquella suegra fiscal y con aquel sacristanesco secretario viejo en casa, en este maldito pueblo de cascara de nuez, donde todo se sabía y donde infundía la mujer del diputado veneraciones de santa consagrada en un altar..., en un fanal...

Y la santa se acostaba, no dormía, dándole vueltas al martirio de su temperamento de brasa en aquel lecho inmenso y solitario. Esto no se lo perdonaría al marido, y tanto menos cuanto que, aun en sus raras temporadas de campestre descanso de «hombre público» (¡qué no haría él por Madrid!), se convertía el diputado en enamorado ardientísimo..., que la fatigaba, que la rendía: exactamente lo mismo que al principio de su matrimonio, cuando, en fuerza de locuras sin nombre, la despertó el hábito de estas ansias infinitas.

Llegaba alguien.

Rodrigo, que se puso como un hombrecito enfrente, alargándola la mano:

— Buenas noches... Es tarde, ¿verdad?... Pues todavía no acababan mamá y Petra de vestirse.

— ¡Hola, Rodrigo! Tienes prisa tú, ¿no es cierto? Descuida, que está el coche abajo... Pero ¡qué