— ¡Mira! ¿Sabes?... Eso no quiero verlo. No quiero que lo hagas.
Y como estaba plantado ante el trampolín para impedirlo, ella replicó:
— Ya te decía que no podré a la noche. Descompondré la batuda, porque los que vienen detrás o han de pararse o me caerán encima. ¡Van a pegarme mucho!
Sólo entonces comprendía el muchacho el horror de aquel oficio. No bastaba que la delicada muñeca de ojos verdes fuese una artista notable en muchas cosas: se la pedía siempre más, que hiciese más, que lo hiciese todo, y, si no, le daban palos y latigazos como a la jaca... El corazón se le oprimía. Por último, sacó el pañuelo y se alejó a llorar en un rincón, a llorar amarga y desconsoladamente. Elia se sentó en el trampolín y lloró en silencio.
Pero a Rodrigo le ahogaba la indignación al mismo tiempo que la pena, y volvió a acercarse:
— Oye, tú. Y si ellos no son ni tu padre ni tu madre, ¿por qué tienen que pegarte?
— ¡Yo no tengo a nadie más que a ellos, desde que se mató mi madre! — respondió Elia, separándose el pañuelo y mostrando entre las lágrimas una sonrisa.
Su acento de experiencia dura de la vida contrastaba con su celeste candor amoroso de angel en los ojos, y puesto que Rodrigo comprendió la dolorosa necesidad de que aprendiese, él mismo la invitó de nuevo, poniéndosela enfrente para