y allí se había ido ella echando amigas... Por eso no había visto nunca el circo, y salía ya con el señor cura casi siempre...
Subiendo de la galería se oyeron voces.
— ¿Ves? Me llaman. Don Alberto va a venir. Anda, juega un poco a las naranjas, que te vea.
Le obedeció Elia, sonriosa y dulce, con su hábito de artista complaciente con el público. Y empezó a explicarle, arrojando las naranjas despacio:
— Mira, así... y se coge ésta con cuidado... Y ésta... Y ésta... ¡Lo aprenderías, no es difícil! Hazlo con dos primero... Fíjate: se tira una... cuando baja la otra... La una... la otra... Sin mirar la mano, arriba sólo... Y si se quiere, atiende, se van pasando de mano... tira la derecha... coge la izquierda... Así... Así... Así... A ver si puedes. ¡Tómalas!
Le echó las dos naranjas, que cogió Rodrigo sucesivamente al vuelo, con lo cual cobró ánimos. Afirmándose en la escalera, lanzó primero una y luego otra por el aire... Ambas le botaron en el pecho, rodando a los pies de Elia, que reía.
El se reía igualmente, discípulo dócil, en confesión de ineptitud.
Y le vió ella de pronto desaparecer, como un muñeco de sorpresa.
— Bueno, ¡adiós! — había dicho.