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Reveladoras — 145

las rosadas manos que las impulsaban con ligereza de encanto — mientras que el talle flexible y firme se tendía o se doblaba, ora sobre la punta de los pies erguida, ya a uno y otro lado, o con el busto atrás y la cara al cielo, rodilla en tierra, en tan violenta flexión, de todo el cuerpo, que tocaban el zapato blanco las puntas de la áurea cabellera... Y siempre la hermosísima criatura rodeada por aquel aro girador que parecía extasiarla fingiendo los anillos de una rojiza serpiente... Cerca de un banco, tenía una cítara y un arpa. Enfrente la contemplaban, atados y mimosos, dos perros de San Bernardo.

Cada vez que la niña, arrodillándose, echaba atrás la cabeza, Rodrigo se ocultaba tras la tapia. Por último le vio; los perros gruñían y habían ladrado. Ella interrumpió su juego. El, deslumbrado por la brillantez singularísima de aquel rostro, se quedó mirándola también. Había recogido en la falda las naranjas y enseñaba los encajes azules de su enagua de seda, a media pierna, estallando la vigorosa pantorrilla en el calcetín escocés.

— ¡Molk! ¡schut! — le gritó dando en el suelo una patada al perro, que refunfuñaba aún.

Inmediatamente sonrió a Rodrigo, dedicándole una reverencia.

— ¿Quién te enseña eso? — preguntó éste animado por la plácida jovialidad.

— Yo lo aprendo — respondió la muchacha con