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IV


Le obligó a volverse en el trapecio un ruido de botellas que se quebraban y de perros ladrando.

Vió por la tapia del hotel una naranja lanzada al alto... y en seguida otra... y otra... que empezaron a cruzarse en un subir y bajar gracioso. Momentos después no eran tres, sino seis o siete las naranjas, trazando por el aire un arco en que se perseguían sin cesar...

Incapaz de resistir la curiosidad, se arrojó del trapecio. Iba a verlo. De puntillas y cargado con la escalera blanca de la percha, la adosó al tabique, comenzando cautelosamente a subir.

Una niña estaba en la terraza de la fonda, rubia como las muñecas, cuya melena rizada le caía sobre el guardapolvo de dril ondulando en el gentil balanceo de los brazos y sujeta por una diadema de piedras verdes. Estaba de espaldas. No le sintió. Las naranjas volaban como una guirnalda sobre su cabeza, dilatándose, extendiéndose, ciñéndosele otra vez hasta parecer que le llegaba a rodar por las sienes, obedientes a