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XIV


Dos horas después todo era solemne en el teatro. De alto a bajo, ni una localidad vacía.

Iba siendo evidente el triunfo del autor. Pero un triunfo de dominio arisco, que tenía algo de espantoso, como el del domador en la jaula de las fieras.

La sala parecía contener una sola alma anhelosa y vencida, que le quitaba a los cuerpos la sensación de ahogo en aquel cálido aire de niebla de luz lleno de perfumes.

Contrastando con la oscura e informe aglomeración de cabezas en el patio y en las altas galerías, veíanse los escotes y los trajes claros de los palcos, en las explosiones de las cornucopias eléctricas, como sueltas guirnaldas de desnudos brazos, de sedas, de abanicos. Y la representación se deslizaba ante un silencio aterrador.

En uno de los palcos, el segundo de la izquierda, estaba Ladi, con sus padres y su prima.

«Ladi, la novia del autor!» — se había corrido por el público. Vestía de celeste, soberbiamente