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106 — Felipe Trigo

ambiciones a su boda..., capaz, al menos, de tenerle un poco menos astroso frente a su gentil novia en sociedad...

Un ansia le levantó antes de acabar el acto. Salió del teatro y se fué a su casa. Sacó del fondo del baúl un manuscrito. Eran las diez y media. Quedábanle muchas horas de espera aún para la cita.

Se instaló en el viejo butacón, encendió la cafetera, fumó y púsose a leer con definitiva atención fiscal su drama. No se trataba esta vez de afán de gloria, sino de dinero..., de dinero a todo trance, porque le había asustado el gasto que había aniquilado su pobre bolsa en dos días..., ¡digo, de que empezase el lío de coches del Casino, de teatros a diario, de...!

A la una terminó, y cerró el cuaderno dando encima un puñetazo de fe, de entusiasmo, de evidencia de que aquello era oro puro y gloria. Pero una mina. Su drama, ¡excelentísimo! No se lo había leído a nadie porque no le llamasen «el hombre del drama». Todo provinciano que viene a la conquista de Madrid trae su correspondiente drama en la maleta. Y en tres actos, precisamente. Esto le había abrumado de ridículo, más ahora, con el calofrío de autoadmiración que le daba la lectura, se encontró con bríos para reaccionar contra el aplastante anatema en esta forma: «Algunos de los que los traen, ¿no habrán