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La de los ojos color de uva — 91

caballeros que aguardaban también, tenían sendos abrigos excelentes y las botas limpias de barro, como de venir en coches, no como las suyas... Desde entonces no tuvo más que una preocupación: ocultarse entre los grupos, lo más lejos posible, para ver a Ladi sin ser visto.

Llegó el expreso. Desfiló ante el atónito Ricardo. Por lo pronto, en las ventanillas, llenas de viajeros, no descubrió a Ladi ni a sus padres. Empezaron a abrirse portezuelas y a bajar gente. Entre ellas y las del andén habían formado una muralla. Pudo Ricardo, por detrás, aunque con todo recelo, recorrer el tren de punta a punta. No veía a su novia. No venía. Ni en las berlinas ni en los primeras. El interior de estos coches, donde él mismo había llegado tres días antes, le pareció ahora muy distinto que en julio: todo volvíanse pieles y boas y ricos paños... Ni él propio había advertido, incierto por el aparente olvido de su Ladi, el borrón de cursilería y de pobreza que debió constituir entre tales gentes al regreso...

¡Ah, si tuviese ahora siquiera aquel chaquet del señorito de Palencia, aunque fuese de verano!

Partió de la estación y se pasó la tarde, apenas levantado a la una y media, meditando varias cosas: una, por qué no habría venido Ladi; otra, por qué esperaría León el expreso, y la tercera, la principal, que se le imponía dolorosísimamente, como una explicación de sus miedos al