lanzar de vuelta una caricia de mimo a su escote, en el espejo... Y ¡qué estupidez!... he aquí una cosa que yo no veía bien: cómo tendría los senos una joven inglesita; ¿anchos, semiesféricos, de amplia base, como las españolas? ¿Separados y rebotantemente movibles, como las francesas? ¿De media toronja, como las indias de aquel Ceilán de mis ensueños de un día?...
Tornaba, tornaba la inglesita a mi vertical; es decir, a su lecho, que chirrió al sentarse ella en el borde. Iba a descalzarse. Un golpe seco: una bota al suelo. Una bota pequeña, dulcísima, que habría dejado al aire un pie calentito, cubierto por una media de seda tensa como un guante, y azul Luzbel, de seguro. Una pierna sobre la otra... ¡Oh, cómo miraba yo de abajo arriba y cómo la virgínea miss no supondría que era el tedio de cristal!
La otra bota al suelo. Y la cama volvió a crujir inmediatamente, en gemidos amorosos del sommié al recibir el cuerpo. Mas ¿era entonces que se acostaba con medias?
Nada... al poco. Ella que fantasearía supiese Venus qué cielos de juventud, y yo en mi solitario cuarto, con El Imparcial sobre la colcha, con los ojos fijos en aquel techo blanco que no tenía un escotillón por donde yo... ¡bah, qué idiotas hosteleros y qué techos tan estúpidos!