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82 — Felipe Trigo

amenizaba la sobremesa con charlas, bebiendo benedictino; pero sin atreverse a fumar.

De pronto, un capitán, que había recibido de su ordenanza el correo, desplegó un Liberal, en triunfo. En primera plana había una crónica: Desde Salinas, y, pasando por ella los ojos, descubrió que hablaba de una melancólica nereida llena de lunares..., que milagro que no fuese alguna de las del general... Cristina lo cogió, mientras Ladi empalidecía. Leyó con avidez y se rió locamente..., buscando al amable Calcedonia para darle las gracias... No lo encontró. Otra tomó El Liberal, leyéndolo bajo también. Y luego Ladi, que lo arrojó sobre las rosas del mantel con mal disimulada rabia...

— Vaya, vaya, señoritas..., que sepamos todos..., ¡que lo lea alto cualquiera! — propuso la mujer del general.

El ayudante de éste lo leyó.

Fué para Cristina un éxito. Todos la reconocieron en la poética alusión. Todos, al par que la felicitaban, aplaudían como un elegantísimo e intenso escritor a este Ricardo...

— ¡Bueno, sí, un tonto! — le comentó Ladi a la festejada a media voz —. ¡Ya te enseñaré yo en casa lo que de mí dijo muchas veces!

Cambió la conversación al rato, pero Ladi, callada ahora y alejada en una punta de la mesa del grupo juvenil, seguía preocupadísima.

En esto silbó la pequeña locomotora, y los