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La de los ojos color de uva — 65

refugio se acogían los buques costeros junto a los muelles del ferrocarril. Las gaviotas parecían más blancas contra el nebloso cielo.

La gruesa señora de Villarroel, al brazo del marido, todo digno y grave con su cara roja de rubio y sus patillas blancas, les salió al encuentro desde la taberna.

Las mesas esperaban puestas.

Orvallaba y comieron en el interior.

Se rió lo que se pudo. Nita medio se achispó, y olvidada de sus cigarrillos turcos, fumó de cuarenta y cinco. Le daba igual. Recostada en su taburete contra la mesa, a la hora del café, cruzaba las piernas y enseñaba la de atrás, irreprochable... mientras contaba cosas y le decía a Román Suárez que «venía harto de buena moza hasta cierto punto»... Y como Román, corto de vista, se auxiliaba de sus gordos lentes cóncavos para mirar la pierna de Nita, las piernas también aquí y allá de las demás peor calzadas, pero contagiadas todas las muchachas de su plástico provincialismo ruboroso de despreocupación aristocrática por el ejemplo de estas Nita y Ladi madrileñas —, la mamá de Lorenza, notando cómo únicamente su hija era rebelde a esta civilización, a estas costumbres de seducción y buen tono que daban los balnearios, la riñó aparte:

— ¡Qué sosa eres, hija de mi alma! ¡Te quedarás para monja...! ¡Acuérdate de cómo allá en