jadeante todo el peso de su fatigada hermosura:
— ¡Para los valientes, arena y buena moza! ¿Eh?
— ¡Sí, aquí lleva usted de las dos, Suárez!
Suárez permitióse, picaresco, deplorar:
— Bien... mas no como alude el refrán, la buena moza, por desdicha.
Únicamente, allá, bravos y punto menos que perdidos a lo lejos, marchaban Ladi y Ricardo delante. Se les veía conversar en perpetua animación, también del brazo.
Estos no se preocupaban de conchas.
El padre y la madre de Ladi prefirieron esperarlos en San Juan (donde iban a comer en un mesón de marineros). Se habían ido anticipadamente por el tranvía y por el tren. Le habían oído a Ricardo, que conocía el trayecto, ponderar la engañosa caminata.
Tardaron mucho, en efecto. Llegaron casi a las doce. Los dos novios aguardaban a los demás guarecidos en el hueco de una peña. Para tranquilidad de malicias, de graves malicias, al menos, pudo cada uno de los excursionistas confirmar, y Nita lo mismo, que la peña en la boca del puerto, bien tapizada de musgos, se abría hacia el mar — de cerca y por demás bien poblado de lanchas y de barcazas de cargadores.
El puerto era sombrío, ancho, melancólico. Terminaba enfrente por unos cenicientos promontorios que avanzaban sobre el agua y a su