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La de los ojos color de uva — 41

y debe ser ese que llegó trasanteayer... ese que anda siempre solo por ahí, de escampavía, y que se aloja en Bruno, donde yo.

— ¡Ese! — exclamaron unas cuantas.

— ¡¡Ese!! —inquirió Ladi en extrañeza.

— ¡¡¡Ese!!! — rechazó Nita con asombro, burlona—. ¡Bien! ¡tal vez!... ¡los periódicos no mandan a estas playas más que mamarrachos!... ¡Si fuese a San Sebastián!

— ¡Pues ése! — recogió bravamente el palentino, comprendiendo que el odio de las distinguidas madrileñas, y de todas las excluidas de la crónica, caía excesivo sobre el esquivo y solitario joven por un disimulo de desprecios a Lorenza. Y añadió —: Cuando menos, una camarera de la fonda, esta mañana, al verlo yo tomar el café, me dijo que es periodista.

— ¡Miradle, miradle!... ¡Allí viene!

Le había descubierto Ladi, que se quedó, igual que los demás, contemplándole. Estaba lejos el periodista — Ricardo —. Venía siguiendo el borde de la playa y cogiendo conchas. Llegó a las casetas. Cruzó. Miró un instante a los que así le miraban. En el corro, creyeron advertir algunas que sonrió — figurándose él, indudablemente, que porque hubiesen leído ya su artículo le consideraba con curiosidad este grupo distinguido, que antes no se curó de él para nada. Pasó... Pasó... perdiéndose tras un rústico hotelillo, tras un pinar,