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16 — Felipe Trigo

un mohín de repulsión que era de tu coquetería la venganza deseada...

Entonces, al revés: tú, con los demás, a reír, para que yo lo oyera; yo, en cualquier butaca desplomado, en el colmo de la desesperación, viéndome miserable juguete de tus caprichos.


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Cenabais, y no iba a cenar. Seguía escuchando los arpegios de tus carcajadas; seguía allí, solo, en la obscuridad, maldiciendo la bendición de conocerte... Y debía el vino de hacerte compasiva, porque al fin, tú misma, una, dos, tres veces, te tomabas la molestia de ir a invitarme a cenar. Secamente la primera, con dulzura después, perdonando, rogando, pidiendo caridad; toda la transición en poco tiempo hecha en la paradoja eterna de tu alma... Pero ¿te oía yo?... Un gran frío me hacía temblar, un frío de espanto, asomado a las profundidades de tu veleidad y de nuestro amor. Luego sí, tu mano tiraba de mi mano. Te seguía al comedor y me sentaba de la mesa lejos, en el diván; desde donde te veía enfrente, muy seria, muy triste, entre el alborozo del jerez en las caras de los otros, que no se cuidaban ni de ti ni de mí, por fortuna.

Contagios de la alegría caídos en mi pena, y más borracho yo de amargura que de vino aquéllos, reía luego también... Una risa de sus risas, una burla de sus burlas, un desprecio