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38 — Felipe Trigo

ser más ricas, el tener aquí una villa propia, les habría bastado ser de Madrid,

Y en tanto que Nita, con una pierna, despreocupadamente cruzada sobre otra (lo cual la hacía enseñar un buen poco de pantorrilla admirable), fumaba con toda tranquilidad, divirtiendo a las demás con su mordaz charla sin fin. Ladi, con León, que la hacía el amor de antiguo y tan torpe como obstinadamente, sostenía ese diálogo:

— Tengo un perro divino. En Madrid.

— Hombre, ¿y por qué no lo trajo?

— Por no quitarle a usted los moños con el suyo.

— ¿Con mi Yul? ¡Qué más quisiera!

— ¡Eso es un perro ridículo!

— Hombre, no me diga enormidades... que le tiro una copa a la cabeza.

— Eso, eso... ¡ridículo! ¿De qué casta?

— ¡Oh!, de modo que no le ha visto y se me atreve... ¡Bien se conoce!

— ¿De qué casta?

— Grifón.

— Psiá... grifón... una antigualla... El mío es el último grito de la moda.

— ¿Terrier?

— ¡Por Dios, Ladi, qué va a ser terrier! ¡Un perro, que quita la cabeza!

— Pero, ¿cómo?

— Así. Un perro con sentido común.

— ¿Así? ¿Así de alto... desde la mesa?