ser más ricas, el tener aquí una villa propia, les habría bastado ser de Madrid,
Y en tanto que Nita, con una pierna, despreocupadamente cruzada sobre otra (lo cual la hacía enseñar un buen poco de pantorrilla admirable), fumaba con toda tranquilidad, divirtiendo a las demás con su mordaz charla sin fin. Ladi, con León, que la hacía el amor de antiguo y tan torpe como obstinadamente, sostenía ese diálogo:
— Tengo un perro divino. En Madrid.
— Hombre, ¿y por qué no lo trajo?
— Por no quitarle a usted los moños con el suyo.
— ¿Con mi Yul? ¡Qué más quisiera!
— ¡Eso es un perro ridículo!
— Hombre, no me diga enormidades... que le tiro una copa a la cabeza.
— Eso, eso... ¡ridículo! ¿De qué casta?
— ¡Oh!, de modo que no le ha visto y se me atreve... ¡Bien se conoce!
— ¿De qué casta?
— Grifón.
— Psiá... grifón... una antigualla... El mío es el último grito de la moda.
— ¿Terrier?
— ¡Por Dios, Ladi, qué va a ser terrier! ¡Un perro, que quita la cabeza!
— Pero, ¿cómo?
— Así. Un perro con sentido común.
— ¿Así? ¿Así de alto... desde la mesa?