No hacía un año aún que estaba de risible aldeano licenciado en letras en su aldea extremeña, bien lejos de creer que fuese a venir jamás en estos trenes fastuosos con estas gentes de fuste, en calidad asimismo de veraneante más o menos distinguido...; pero en el grupo, en el conjunto de ellos, siquiera. No podía quejarse del cambio..., por mucho que le sintieran extraño estas gentes... Y bendecía al cacique aquel de su provincia que le llevó a Madrid, que le metió de colilla aunque fuese en el periódico, donde se había captado, a fuerza de talento y de trabajo, la estimación del director. Al ascenderlo, relevándole del reporterismo menudo, le habían consagrado cronista, enviándole a estas playas...
Corría ligeramente el tren, torciéndose. Por un lado, en la llanura brumosa, se empezaron a mostrar faluchos y lanchones en un canal..., en la ría. ¡Ya sí que no podrían dudar de su equivocación las señoras!
— Pero..., ¡calla! — dijo de pronto Eladia, toda asombro —. ¡Barcos! ¿Cómo es posible?
Las tres miraron. No lejos se descubría Avilés.
— Pero..., hija... ¿Cómo es posible?
— ¡Cómo es posible!
Se habían puesto de pie y se interrogaban con los ojos.
— Pero ¿cómo es posible?
— ¿Dónde estamos entonces?
— ¿Dónde estamos?