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30 — Felipe Trigo

que les faltaría para llegar muy poco... Tendrían tiempo de cenar con doña Marga, de vestirse y de asistir a la función de la compañía Guerrero en el teatro Campoamor... ¡Ah! ¿Prodigios del automóvil..., o sería que, en la confusión de trenes, había tomado el otro de retorno a Oviedo, y no el corto de Avilés?... La duda le inquietó. Lo hubiese preguntado, a no temer que, en la efectiva equivocación, se le riesen como un tonto. Se abstuvo. Esperó la nueva parada de una estación, y, bajándose del coche, se lo preguntó a un empleado:

— Oiga, este tren, ¿no va a Avilés?

— ¡Sí, señor! — le respondió al paso y breve el empleado, que llevaba las manos llenas de facturas.

Volvióse al compartimiento tranquilo, pensando en el todo señor automóvil que transportase después a estas damas.

Por lo demás, ellas, siempre con sus charlas y sus risas, cuya dirección del maligno encanto llevaba la amenísima «fea», ni le mostraban más atención que al principio ni se habían fijado en El Cuento Semanal.

Ricardo se conformó. Era un psicólogo. Ocurríale aquí con tales aristócratas exactamente igual que allá en Madrid, en el Español, cuando iba con butacas del periódico. Ni por casualidad le pagaban una vez la avidez de sus gemelos los gemelos de los palcos.