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26 — Felipe Trigo

mujeres?... Olían a astris, a ideal, a exótico tenuemente, intensamente perfumadas.

La voz de la graciosa fea, clarísima y maldito si contenida por la presencia de un extraño, le fué enterando de cosas: primero, del nombre de la hermanita, Eladia; luego, de que tenían carruaje y palacio en Madrid..., puesto que habló «del jardín de casa» y «la cochera»..., y, últimamente, deploraban toda la ocurrencia del papá de haber comprado esta villa en Asturias, con lo que tendrían que despedirse de sus veranos de San Sebastián y de Biarritz.

— Mira, le prendemos fuego. Yo pongo el petróleo, y tú, Eladia, la mecha, ¿quieres?

— No. ¡Yo pongo el petróleo y todo!

— ¡Niñas, niñas! ¡Que sois capaces...! — amonestó malriéndose la madre.

El tren paró en una pequeña estación. Caía del lado de Ricardo, y fué a asomarse la «fea graciosa». La oportunidad, pues, para el saludo...

Mas no. La «fea graciosa» cruzó por delante de él sin mirarle, sin aceptar siquiera la ventanilla del centro, cuyo acceso facilitó Ricardo recogiendo en la alfombra los pies. Miró ella por la del asiento frontero, y le dijo a su hermana:

— ¡Oye, oye, ven! Otro palomar exactamente como el de antes... ¿Te acuerdas?

Acudió la joven, y ésta sí miró por la ventana del centro, sólo que sin agradecer a Ricardo la nueva recogida de pies ni con la más leve