diez y siete, diez y ocho años a los más; pelo oscuro, francamente dorado, sin embargo, a la traslumbre del sol, que, ya muy bajo, entraba con la brisa por la ventana abierta; los ojos, de color de uva, muy grandes y con las niñas muy grandes..., como ojos de muñeca fina; cara, en fin, de apasionada, de ardiente, con una sensualidad tremenda en su corta nariz carnosa y en sus labios de escarlata viva, que humedecía a menudo una aguda lengua de coral. No muy alta, era un prodigio de macicez de pecho y de caderas..., y sus gualdos zapatillos dejaban ver, bajo el borde de la falda verde Nilo, la calada seda de una media estiradísima, verde Nilo también, color idéntico al de aquellas grandes, tan grandes, al de aquellas inmensas pupilas de sus ojos, y que tan bien le armonizaba con la blancura de la piel.
— ¡Qué encanto..., qué encanto de muchacha! No daban idea de estirpe aristocrática en ella, ni en las otras dos, las claras telas sencillas de sus trajes; mas sí el corte de estos trajes, en su misma sencillez, el desenfado de los ademanes y principalmente, los brillantes que en las orejas y en las manos llevaba la mamá y lo pulidos y cuidados de los dientes y las uñas de las hijas. Por lo demás, iban sin equipaje en el coche; apenas un cabás cada una y una escarcela la madre, colgando de la muñeca.
¿Marquesas? ¿Condesas?... ¿Qué serían estas