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136 — Felipe Trigo

nieve el negro caucho del aparato, escuchando en todas partes mientras que la joven entornaba los ojos y entreabría la boca respirando con creciente adorable angustia. Contestaba rápida las breves preguntas del doctor, y éste, interesado de pronto por algo anómalo que quería percibir mejor en la punta del corazón, separó la camisa para volver a aplicar el estetóscopo... Por encima surgía redondo y desnudo un bellísimo seno de estatua...

Ella cerraba los ojos, caída al respaldo la cabeza en languidez que a mí, profano, siendo de enferma, se me antojaba de amante... El cerraba los ojos también; atento siempre, inmutable, si bien hubiese yo jurado que hubo un momento en que le vi sonreir con piedad y malicia.

— ¿Es aquí donde más sufre?

— Sí — gimió la muy gentil, sintiendo que el joven doctor le posaba en el corazón la mano.

Y alzó a él los ojos, con fijeza de suplicio, casi estrábicos.

— Puede usted vestirse.

Inmediatamente mi amigo fué a tomar notas en su diario de consulta, hasta que la señora concluyó de ayudar a su hija.

Tornó entonces a sentarse cerca.

— Van ustedes a dispensar que me informe de algunos detalles.

— Un médico es un confesor, caballero —