Pero comprendí de improviso que no debía seguir mirando. La encantadora chiquilla se desnudaba... Su mamá habíale quitado el sombrero y la estola, ayudándola a descorchetar el corpino de seda, tirándola de las mangas después, en tanto que el feliz doctor — ¡felices los doctores que pueden ver estas cosas! — distraíase discretamente preparando el estetóscopo... ¡Qué diablo, perdóneseme la indiscreción! Resolví quedarme atisbando... ¿Tenía yo la culpa?...
— Cuando guste — avisó la madre.
Al quitárseme de delante, vi a la joven en corsé, un pequeño y coquetón corsé de raso color caña, desajustado como la cintura de la falda, al aire los brazos y desabrochado en el hombro izquierdo el canesú de encaje. Una garganta ideal, un escote divino.
La seductora enferma, ruborosa y con una mano extendida sobre el pecho, no conseguía así más que revelar la exuberancia de sus senos, hundiendo entre ellos la finísima y blanca tela. ¡Delgada, decían! Aunque sí: era una de esas mujeres pasionales, delgadas con delgadez flexible, hecha para el amor, de brazos finos y seguramente de muslos más gruesos que la cintura.
El médico se acercó y empezó a auscultarla con atenta indiferencia, oprimiendo de un modo que me parecía brutal, en la carne de