Eran señoras.
Con ellas había inundado el despacho un fuerte olor a floramy que se sobrepuso al del ácido fénico. Sus voces bien timbradas me distraían, y no pudiendo leer, escuché.
— Doctor, mi hija está cada día más delgada, sin saber por qué. Come poco, duerme mal y va quedándose blanca como la cera. Se cansa, se cansa esta niña, que era antes infatigable. Reconózcala bien, y dígame con claridad lo que padece. Estoy dispuesta a seguir un plan con el rigor necesario...
— ¿Qué edad tiene usted?
— Veintitrés años — replicó tímida la joven.
Francamente, al oiría yo, me entró un vivo deseo de mirarla, a fin de comprobar si delante de los médicos, en cuestión de edades, no mienten las mujeres... Enfilé un resquicio entre dos hojas del biombo... ¡Oh, qué deliciosa criatura! ¡Qué hermoso pelo de ébano bajo el sombrero de paja! Alta y esbeltísima, muy pálida, con los dientes como perlas entre los labios pintados, sin duda. Si mentía, merecía disculpa en gracia a su hechicero aspecto; y por mi parte diré que mi curiosidad, en cierto modo psicológica, quedó borrada por mi admiración, en cierto modo artística. La contemplé buen rato, sin parar mientes en el interrogatorio, al que contestaba la madre casi siempre...